domingo, 9 de junio de 2024

El aldabón

Sólo quería echarse una buena siesta, apenas podía recordar con quien pasó la noche anterior y sin dormir fue a bucear para que no lo pillaran en casa. Unos y otros habían estado buscándole durante la semana para solucionar cualquier problema que hubiera en el barrio, tan dispuesto a ayudar que cuando lo necesitaban de verdad, nunca estaba y siempre le andaban molestando. Bucear era lo mismo que desaparecer de este mundo,  sumergido en el silencio azul se olvidaba de todo, pero se estaba hartando de tener que escapar al fondo del mar para que lo dejaran en paz. 

 Volvía a casa con la perra, contenta de estar por fin a su lado, después de esperar durante horas en la orilla, para verlo resurgir de pronto, con el orgullo resbalándole desde la cabeza a los pies, cargado de pescado y un pulpo enrollado en el brazo. Encendió el fuego para asar el enorme lenguado, metió vivo al pulpo en el congelador. Comió la mitad del pescado y puso la otra mitad en el plato de la perra que tumbada en el pasillo miraba fijamente la puerta, aguardando pacientemente su turno.

La puerta de la casa subiendo la cuesta tras la muralla, no tenía timbre pero sí un aldabón con forma de lagarto enroscado sobre sí mismo, que parecía mirar directamente con ojos brillantes y saltones a quien lo tocara, encontrado en un derribo, parecía muy antiguo. Le encantaba encontrar tesoros perdidos u olvidados, dejados atrás como si no importaran nada. Junto a él volvían a recuperar su lustre, su brillo, su justo valor. El sonido del hierro al golpearlo retumbaba en toda la casa.

Así que conectó el llamador a unos cables, neutro para el lagarto, fase a la placa de metal atornillada a la puerta, en el extremo de los cables puso un enchufe listo para usar si alguien tuviese la mala idea de darle por culo. Algo que estaba deseando que ocurriera porque en el momento en que el lagarto posara el vientre en la placa de metal harian contacto y una descarga de 220 woltios le recibiría para darle su particular bienvenida.

Subió las escaleras con la perra pisándole los talones, cerró la ventana y bajó la persiana. Los dos reventados perra y amo se tumbaron en la cama.


Cuando dormía su mente era una cámara insonorizada, si hubiera estado dormido nada hubiera podido despertarle, pero en el mismo momento en el que el sueño le abrazaba, llamaron a la puerta y el estruendo le espabiló.

No iba a a levantarse, estaba agotado. Ya se cansaría quien fuese de llamar.

Cerró los ojos e intentó dormir pero era imposible, una y otra vez golpeaban el aldabón. Cuando parecía que paraba por fin, comenzaba de nuevo, como un terremoto. Se estaba cabreando de verdad.

La sangre bullía en su cabeza y el calor le abrasaba el pecho, conocía bien ese estado, la rabia se le desbordaba y la ira incontenible hacían que sintiera miedo de sí mismo. Se tapó los oidos con la almohada.

La perra ladraba nerviosa, saĺía y entraba de la habitación, subía y bajaba de la cama y no paraban de llamar.

Bueno ya está bien, pensó. Lanzó la almohada contra la pared, de un salto se levantó furioso, bajó las escaleras apretando los dientes y los puños. Lo que de verdad le apetecía era abrir la puerta y romperle los brazos, las manos y la puta cara a quien quiera que fuese, así aprendería la gente a no insistir, en cambio  enchufó el cable del aldabón y volvió a la cama.

Durmió de un tirón hasta el día siguiente. Cuando despertó abrió la ventana. Por las rendijas de la persiana se colaba la suave brisa y el rumor del mar, deseándole los buenos días.

Bajó a desayunar a la cocina. Mientras hervía el agua para el té se dio una ducha fría para quitarse de encima el sueño y el calor del cuerpo, todavía le quedaba algo de pescado para comer, por la tarde iría a bañarse a su cala favorita.

Cuando el té estuvo listo, cogío un vaso y la tetera cargada de hierbaluisa y azúcar y fue a sentarse bajo la higuera junto a la puerta de su casa para tomarlo tranquilamente y liar los porros que fumaría durante el día. 

De pronto recordó que no había desenchufado de la corriente el cable conectado al aldabón.

Así que antes de abrir tiró del enchufe y salió a la calle, la perra disparada dirección al arco de la entrada de la medina fue a inspeccionar lo que se cocía en el zoco y dar su vuelta de rutina.

La higuera despedía un olor dulzón y embriagador. Le dió un buen sorbo al té, apartó los higos que se desparramaban sobre la mesa y pondría a secar más tarde y empezó a liar canutos. Sentado en la mesa de madera con la puerta abierta de par en par, bajo la sombra perfumada de la honorable higuera mirando hacia la muralla, era como decir, ahora podéis venir, este es el momento idóneo si alguien quiere  hablar conmigo y su vecino de enfrente lo sabía. Viejo amigo de un tio  paterno, con fama merecida de chivato y cotilla nunca se había metido en sus cosas, lo conocía desde niño, le había enseñado a escribir con la diestra atándole la siniestra, ya que mostraría claramente a los demás lo que era en realidad, un demonio. Lo respetaba. Caminaba con las manos cogidas a la espalda con aire meditabundo por el callejón. Su semblante serio y preocupado bajo el gorro de lana que siempre llevaba hiciera frío o calor, presagiaba malas noticias. Se acercó a él y acariciándose la barba, le preguntó:

 - Dónde estuviste ayer en todo el día?.

Sin levantar la vista respondió que había estado en el mar toda la mañana, después estuvo durmiendo y que acababa de despertar.

- Es que me necesitaste para algo?. preguntó mientras colocaba el porro perfecto, recién hecho, alineado junto a los demás en la cajita de caoba.

Entonces el vecino alargó el brazo, cogió un higo que acababa de estamparse sobre la mesa para mostrarles la pulpa de un rojo intenso, se lo comió de un solo bocado sin dejar de mirarle a los ojos como cuando escrutaba el mar en busca de  esos malvados tirubones que se acercaban a la orilla de vez en cuando y de los que había que tener cuidado si salías a pescar, y se sentó a su lado para contarle en voz baja de lo que había sido testigo desde su balcón el día anterior. 

- Sobre las tres de la tarde, la policía llamó a tu puerta, parecía que algo gordo pasara porque llegaban más coches de policía del que salían más agentes para sumarse al grupo que tan pronto se agolpaba en los escalones de la entrada, como se dispersaba y echaban a correr en todas direcciones y volvían a apostarse en tu puerta. Era todo muy extraño.

Esperaron durante horas a que la puerta se abriese o alguien apareciese; hasta que anocheció y finalmente se montaron en sus coches y se fueron. Estábamos todos muy preocupados, nos temíamos lo peor.

- Y qué querían?, preguntó mientras escogía de entre todos los porros dispuestos, el que más le gustaba y lo encendía.

- Eran tantos policías que ni yo ni nadie se atrevió a preguntar para qué te buscaban!, ya sabes como se las gastan por aquí, pero me muero de la curiosidad.

Se encogió de hombros, trás el denso y espeso humo del hachís, sonreía.





 


No hay comentarios:

Publicar un comentario