martes, 21 de junio de 2022

Tiempo

 


 Atesoro todo lo que me has enseñado y el tiempo que viví

contigo.

Nadie me ha querido nunca como me has querido tú.

Tu amor de padre era real y auténtico, supongo que tan real y auténtico como 

el que deben sentir los padres por los hijos a los que crian, educan y aman 

durante toda su vida. 

Yo sentía por tí el mismo amor que debían sentir las hijas por sus padres,

jamás he querido tanto a nadie como te he querido a tí. 

Con 10 u 11 años le pregunté a mi madre de sopetón y muy en serio si eras 

realmente mi padre, porque no podía explicarme el que no estuvieras a mi lado.

Me contestó:  - Niña, deja ya de decir tonterias.

Quizás pensó que era lo mejor, acostumbrada a mentir y a 

desconfiar, demasiados juicios y prejuicios de otra época, que a mí ni me 

incumbían, ni me importaban en absoluto. Todavía no conocía realmente a mi 

madre y la creí. Pasó de mí, y de lo que tanto me angustiaba en ese momento, 

como siempre ha hecho. Tampoco me conocía ella a mí. 

Mentirme era lo mejor para ella, porque así podía echarte la culpa de todo.

A partir de ahí estuve enfadada contigo, si venias, si te ibas, no te

soportaba. Nunca volví a demostrarte lo que te quería, y cada vez me

alejaba más de tí.

Podías dejar a tu mujer, ¿pero como pudiste abandonar a tu hija?.

Hacía muchos años que no nos tratábamos, ya no te dejaba ejercer de padre.

Existía un abismo silencioso e insalvable entre nosotros.

Estuve mucho tiempo enfadada contigo y con la vida, antes de que te alejaras para

siempre. 

Hacía 5 años que no te veía, tus padres, mis abuelos, habian muerto, y

por mi madre supe que habías vendido tu ático en Valencia y te habías comprado

un barco. A saber en qué lugar del mundo estarías.

Yo había estado muy ocupada, luchando con todas mis fuerzas para salir del 

agujero. Me encontraba conmigo misma. Tenía 29 años.

Empecé a echarte de menos, a preocuparme.

Quería saber si estabas bien. 

Quería que conocieras a la persona en la que me había convertido.

Quería que te sintieras orgulloso de mí.

Queria que aparecieses de pronto como siempre hacías, para vernos y después 

desaparecer sin previo aviso, me conformaba con eso.

Le pregunté a mis hermanos si mamá sabría algo de tí.

Y mi hermano que tampoco tuvo padre, ni te  quiso, (mi madre se encargó muy 

bien de ello), me contó la verdad:

- ¿Qué más te da dónde esté, ni lo que le pase, si ni es tu padre ni es ná?.

En ese preciso instante ví con claridad quien eras.

En ese preciso instante ví quien era mi madre.

Lo bueno, siguió siendo bueno y lo malo, trascendió, porque comprendí todo lo 

que había pasado.

Empecé a buscarte de verdad.

La mujer policía, molesta e indignada me dijo, que tenía que respetar la ley 

de protección de datos, porque tenías derecho a no ser encontrado, que quizás no 

querías volverme a ver.

¿Por qué no me podía decir la policía dónde estabas? eras mi padre, aunque no lo

fueras, me habías reconocido como hija tuya.

¿Qué mierdas sabía ella?, ¿qué  mierdas sabía nadie?.

Yo sabía, pero ella  me hablaba con la seguridad y el peso de la autoridad y de la

ley. Con la certeza de que yo era una pobre joven pobre, sin padre, que solo

buscaba causarle problemas a un pobre hombre pobre que lo único que quería 

era que lo dejaran vivir en paz, sin hijos alrededor reclamándole todo.

Jamás te había pedido nada, y sólo quería verte, pero salí por la puerta de la 

comisaría muerta de vergǘenza, dejando atrás a esa mujer de rostro 

irreconocible pero odioso que nunca supo lo que la odié, ni sabrá nunca que la

sigo odiando, y seguí adelante con la vida que me estaba tocando vivir y me 

pasaba por encima, confiando en que algún día me devolvería lo que me debía.

Nuestro reencuentro era por justicia,  me correspondía por derecho, con total 

libertad de decisión, con conocimiento de causa y ausencia de reproches, 

sin necesidad de compartir la misma sangre.

Nos recuperariámos el uno al otro. Y al final saldriámos ganando.

Era lo que más deseaba en el mundo y estaba segura de que se me concedería.


Saldríamos juntos a navegar para reconocernos.

Tú, el capitán, mi padre, por siempre.

Yo, el timonel, tu hija, de una vez por todas.

Y el día en que la policía llamó a la puerta para informar de que habías muerto de 

un ataque al corazón fulminante a los sesenta y tres años, me dijeron donde 

encontrarte por fin.

Fui a arreglar las cosas para enterrarte, me negué a verte para no tener que 

recodarte sin vida, en la camilla del frigorífico del depósito de cadáveres. 

Incrédula, me aseguraron que eras tú.

Todavía hoy puedo recordarte mirándome con esos ojos tristes y preocupados,

pero vivos.

Tu minúsculo velero  estaba atracado en un puerto no muy lejos de aquí,

atascado entre mastodónticos yates de lujo.

En el interior del Errante, en tu hogar, me puse tu camisa y tus calcetines, me 

bebí tu vino, me comí tu comida, me fumé el tabaco de tu pipa, rebusqué entre tus 

cosas, leí todos los papeles que encontré y los ordené cronologicamente, 

incidentes, informes médicos, visitas al hospital, tratamientos, recetas, recibos 

y facturas de todo lo que comprabas, cartas y postales que recibías de amigos, el

proyecto que estabas iniciando, los planes que tenías para el futuro.

Pude hacerme una idea sesgada y limitada pero clara de lo que era tu vida y de lo

que querías que fuese.

Yo no tenía ni idea de quien eras tú, tú no podías saber quien era yo.

Y aún así era increíble lo mucho que nos pareciámos.

Esa noche te dije todo lo que te tenía que decir, lo enfadada que estaba contigo,

lo mucho que te necesité, lo mucho que sabía me necesitabas.

Lloré dentro de tu saco de dormir, mecida por la voz fría, oscura y cruel del 

mar chocando contra el casco, que no dejaba de repetirme que habías muerto 

solo, herido y creyendo que no te quería, hasta que me dormí tapada con tu 

olor.

Al resguardo, intactos, guardo tus recuerdos y una camisa, un par de calcetines, 

tu pipa, tu navaja, un sombrero de paja, una funda con cds, tu cartera de piel con

tu carnet de identidad y el de patrón de barco.

Renuncié pura y simplemente al barco y a la herencia de tu testamento, 

porque solo me conformaba contigo, sabiendo quien eras tú,

y tú sabiendo quien era yo.

No fue posible porque no fui suficientemente lista, tenía que haber sido más

rápida, más insistente, más valiente, menos ingenua.

Antes de irme del Errante y poner los pies en la tierra, encima del escritorio del 

puesto de mando, escrita a mano con tu bonita y familiar letra en un trozo de 

papel cuadriculado, ví una pequeña lista que decía:

- Madera 

- Pan 

- Café 

- Atún

- Discos

- Limpiar casco 

- Verificar vela 

- Cambio de aceite

- Tiempo ...