Millones de cosas que hacer que dejaba para mañana,
porque hoy tampoco sacaba las ganas.
La apatía se le había agarrado a la espalda y no la dejaba levantarse.
Flechas silvando atravesaban la calle, alcanzándole al hombre que caminaba
junto a ella. Un extraño que no lograba identificar.
Tenía que salvarle, arrancarle la flecha.
Una flecha certera, clavada en el corazón.
Habían transmutado las energías y era ella quien se quedaba sin fuerzas.
Los brazos pesados cayendo al costado.
Las piernas sin huesos, las tetas sin sostén.
Mientras caía iba haciendo las cuentas.
A ras del suelo, con los ojos abiertos, desmoronada.
No había nada que salvar.
Un perro flaco de orejas puntiagudas y ojos de lobo blanco,
rápido como una flecha, cruzaba el salón y el patio delantero en menos
de un segundo, cazaba ratas y ratones en su pequeño jardín destartalado de
tierra colmatada. Razón por la que salía de la cama, para abrirle la puerta y darle
de comer. Desayunaba en una mañana nublada como su cabeza, recordando el
sueño. Hacía días que tensando el arco se disparaban flechas como en una guerra
de flechas coreana.
Estelas de abejas con alas de inquietud y aguijones metálicos, zumbando
rabiosas. Dispuestas a morir.
Palabras como dardos en extremo afiladas, envenenadas, caían en picado,
surcando y oscureciendo el aire. Acertando una a una, con franca y buena
puntería.
Liándose un cigarro como quien descifra un mensaje oculto y sin retorno.
Escuchó correr al perro y un ultrasónico silbido.
Ha caido otra, pensó.
Lo peor era recoger y limpiar las vísceras y la sangre de la rata muerta que
salpicaba el suelo y a veces, también al perro, le daba un asco terrible.
Hoy no podía con eso, es que no podía.
Sin el cigarro se asomó al jardín.
Entre sus colmillos un petirrojo aprisionado, una imagen diferente pero también
terrorífica.
Le abrió la boca y le quitó al pájaro.
Todavía respiraba y sobre su mano, echado pico arriba, la cabeza le colgaba.
Lo sostuvo, acariciándole, descubriéndole las plumas, ninguna herida.
Debía de tener el cuello roto y lo dejó sobre la mesa.
No quería verlo agonizar, ni rematarlo, ni tirarlo a la basura.
Desvanecido en un soplo.
Maldiciendo a los muertos porque se les sigue queriendo igual.
Preguntándole al perro por qué no mataba sólo lo que tenía que matar.
- Joder !!. Ostias!!. Puto!. Perro!!. Cabrón!.
( Las palabrotas descargan tensiones y alivian el dolor).
Confuso y sorprendido por la gran bronca del siglo, enfadado no se dignaba a
mirarla. Ladraba como si supiera que en realidad no iba con él.
Se giró extrañada.
El pajarillo escapaba, valseando entre las ramas de la parra y las flores del
jazmín.
Una flecha encendida
Desaparece en el cielo
Dejándose atrás
De su pecho encarnado una pluma
Posada en un lecho de mármol.
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